viernes, 31 de diciembre de 2010

DANIEL MOYANO: UN SUDACA EN LA CORTE. ESTUDIO CRÍTICO.



















UN SUDACA
EN LA CORTE (1992)








DANIEL MOYANO








            UN ESTUDIO CRÍTICO








1. Introducción





            Cuando
en 1988 entregaron oficialmente el Premio Cervantes de Literatura al novelista
mexicano Carlos Fuentes, no sospechaba el autor de este relato, Daniel Moyano
Bellini (1930-1995), que estaría invitado al evento por el que se conmemora
cada año la muerte de Miguel de Cervantes, ad
maiorem gloriam
de la literatura española e hispanoamericana, en el Palacio de Oriente madrileño, ceremonia
presidida por el Rey de España como máxima autoridad o  Jefe del Estado.





            Por
las crónicas periodísticas del momento, así como por el discurso de
agradecimiento de Carlos Fuentes, todo transcurrió dentro de la normalidad
etiquetada o de protocolo típica y tópica de estos acontecimientos, cortesanos
pormenores ante los que Daniel se sintió incómodo, fuera de lugar. Recuerdos
que le asaltarían más de una vez en aquellos años previos a los fastos del
Quinto Centenario, cuando reelaboró esta crónica, y cuando sintió que los
múltiples problemas de la lejana América Latina servían más como excusa para la
fiesta, mediante congresos y debates, que un motivo de preocupación verdadera
para los triunfantes y derrochadores habitantes de esta Península, que
blasonábamos ante ellos el hecho seguro de haber salido airosos de nuestra  larga dictadura. 





            La
reflexión, por ello, que obtenemos con esta novela larga, cuento corto o
crónica pormenorizada, es tan irónica y divertida como amarga, visualizable ya
desde el propio título, por la utilización del nominativo despectivo: “Un
sudaca en la corte” y con el subtítulo, “Una historia de fantasmas”, que alude
tanto a ese espectro de Miguel de Cervantes que aparecerá al final, como a la
llamativa concurrencia de escritores afantasmados que acuden a estos actos,
pero también  a la propia condición del
autor como exiliado, fuera de lugar, alejado y apartado de su propio espacio y
de su propio tiempo.





            El
antecedente de este relato fue publicado en mayo de 1988 en el periódico El
País, como crónica de la ceremonia de concesión del premio Cervantes recién
efectuada. Posteriormente, Daniel lo reformaría hasta convertirlo en la novela
corta que hoy disponemos, datada en abril de 1992, que adjuntaré con este
comentario y que permanece completamente inédita en castellano. Aunque sí
contamos con una publicación en asturiano de este mismo texto, mediante la
estupenda traducción realizada por Lourdes Alvárez, “Un sudaca na corte” para
Libros del Pexe, Gijón, 1993, un año después de la muerte del autor.





            Finalmente,
encontramos valorada esta misma obra dentro de la muy lograda ponencia de
Virginia Gil Amate, profesora titular de literatura hispanoamericana de la
Universidad de Oviedo, titulada “Los horizontes literarios de Daniel Moyano” y
recogida en el libro de recopilación de estudios dedicados a su memoria
“Escritores sin patria. La narrativa argentina de la segunda mitad del siglo
XX”, publicada por la Universidad de Oviedo en 2006, págs. 77-79.








2. Comentario crítico por capítulos


                       


I





            En
un ejercicio de humildad, uno de tantos que Daniel Moyano gustaba regalarnos,

empieza el relato de los hechos ateniéndose a su mera condición de periodista
latinoamericano (“no soy persona de notarse, ni escritor”), estableciendo así
una distancia moral esencial con las ínfulas que caracterizan a bastantes
autores actuales, acostumbrados ahora a presentarse encumbrados siempre tras un
abultado currículum de licenciaturas, premios, colaboraciones y publicaciones
varias. Nulla estetica sine etica,
lema con el podríamos subrayar no pocas obras de este autor comprometido: “El
oscuro”, “Tres golpes de timbal”, “El vuelo del tigre” que van en esta
dirección.





Después, tras
recibir la invitación real, pasa a situar en sus recuerdos las imágenes
fantasiosas que le provocan la figura de Juan Carlos I, un monarca hispánico
más, añadido a los cuentos de su niñez, incorporado a éstos mediante las
efigies de sus antepasados, pues nunca un rey español pisó aquellas tierras
durante el periodo colonial, como así ocurriera también en muchas ciudades e
islas españolas que jamás sintieron cercana, pero que sí mitificaron, gracias a
una hábil propaganda (fiestas, sermones laudatorios, arquitectura efímera,
retratos idealizados) la figura del monarca. Pues sólo hasta los siglos
contemporáneos, ellos y nosotros no obtuvimos una visión humana de los reyes,
mucho más cálida.





Pero por otra
parte, del lado de la realidad, don Juan Carlos I es juzgado con abierta
benevolencia dado que resolvió con inteligencia atinada la madrugada del 24 de
febrero de 1981 el golpe involucionista del día anterior, lo que hubiera
supuesto sin duda un nuevo exilio para todos aquellos que desde el Cono del Sur
se refugiaron aquí amenazados de muerte, Daniel Moyano entre ellos, escapado de
su Argentina natal tras el secuestro, simulacro de fusilamiento y los quince
días de encarcelamiento como periodista y escritor “subversivo” tras la
instauración allí de la Junta Militar en 1976.





            En
este primer episodio, además, Daniel impondrá ya la batuta ética y estética de
cómo va a seguir relatándonos los acontecimientos mediante la referencia a su
abuela, la contadora de cuentos con reyes fantásticos, dictaminando así que
toda la narración discurrirá en el plano dual de la fantasía y la realidad. Es
fundamental tener en cuenta que Daniel fue un narrador oral magistral, de forma
que jamás contaba el mismo cuento de la misma manera, pero siempre lograba
transmitirnos idéntico contenido emocional de estupor, odio, rabia, sorpresa,
con el que conseguíamos sentirlo muy cálido y cercano. Esta abuela narradora nos
recuerda a Gabriel García Márquez y sus “Cien años de soledad”, el tan traído y
llevado realismo mágico latinoamericano que podemos rastrear en la reproducción
de cuentos fantásticos que realizaban madres y abuelas para dormir a los niños.
Una narración oral muy eficaz para acercar más el lector u oyente al cuento, y
que ahora lamentablemente se ha desterrado. Pérdida se refleja en cuentos
contemporáneos hoscos y distantes, abocados en muchos casos al morbo para atraer la atención del lector. No
es el caso en absoluto de Daniel, que mantiene en su obra buena parte de esa
calidez que sólo produce la narración oral.





            El
portador de la invitación real, en realidad un gris funcionario, se desdobla en
este relato apareciendo como el famoso auxiliar anual de los Reyes Magos
(fantasía). Por lo pronto, se planta en casa de Daniel bajándose de un vehículo
antiguo, como de otra época, que más tarde convierte en una evidente carroza,
con corceles blancos como los del pintor renacentista Paolo Ucello y que
presenta sus credenciales “llenas de sellos y lacres”, ante el portero
inexistente, totalmente inventado, del modesto bloque de pisos en el que Daniel
vivía, sito en la Ronda de Segovia madrileña. Por otra parte, su atavío es
característico y singular como Cartero Real que era, muy bien caracterizado con
vestiduras de época, “no sé si llevaba sayo o jubón, calzas o greguescos”. 





            Al
marcharse, Daniel contempla al monárquico vehículo desde su ventana, comparando
a este carro de Faetón, así dibujado anteriormente, con una carabela. De esta
manera singular, Hispania o España, con mayúsculas, o en otras palabras
rimbombantes “la Madre Patria”, se había dignado visitar su casa. El hogar de
un escritor obviamente Ceniciento, al que el cartero real, especie de Hada Madrina,
le había tocado con su varita mágica.





II





            Personaje
singular de este relato será la hija entusiasta de Daniel, María Inés o Marinés
(familiarmente llamada) Moyano Capellino. Una chica alegre y sin apenas
recuerdos del exilio forzado, tan aclimatada a la capital de España que el
autor no dudará en calificarla como “madrileña”. Es ella la encargada de
acompañar al autor, quien nunca se caracterizó precisamente por su elegancia en
el vestir, sin duda de “torpe aliño indumentario”, para comprar el traje oscuro
adecuado que impone llevar la etiqueta palaciega a esta clase de ceremonias. El
traje, quizá por ello, será barato, pero no adecuado: anticuado y tornasolado,
así como  zapatos y calcetines finos que
luego le ocasionarán un sinfín de problemas.





            Y
la corbata arrugada destinada a estas lides, para colmo, será objeto de guasa y
pitorreo por sus mujeres, esposa e hija, al constatar su existencia, arrugada,
perdida y con el nudo hecho, en una caja del trastero para espanto del
cuellicorto Daniel, quien gustaba públicamente de abominar tan burgués atavío.





            El
episodio del ensayo para la genuflexión ante los Reyes, asimismo resulta
grotesco e hilarante, determinar cómo comportarse en tales situaciones donde lo
más correcto, a fin de no hacer el ridículo, es permanecer firme y darles la
mano, por lo que Daniel, en esta escena expone claramente su condición de
sudaca con evidentes rasgos indígenas, una afirmación orgullosa del ser, frente
a los príncipes altos y rubios no sólo de los cuentos, también de la realidad.
Sin recatarse en modo alguno al ostentar la pequeña vanidad de que, a pesar de
ser bajito, lampiño y castaño su mirada tímida y fogosa atrajo a nórdicas
espectaculares (véase relato “María Violín”, donde se cuenta precisamente una
de estas historias).





            III





            Presto
y dispuesto Daniel, como un maharajá nunca visto, según lo denomina
atinadamente Irma, su inteligente mujer, para acudir a palacio, observa ya cómo
los zapatos crujen ostensiblemente, emitiendo ruidos desagradables al caminar,
temiéndose ya que le vayan a delatar luego. Por otra parte, retoma el tema
“¿Qué es un rey para ti?” y lo acomete por la vía de la nomenclatura, todo lo
nombrado, existe y viceversa, pero “majestad” es un término pomposo y
almibarado, no sale del corazón; “Sire” suena anacrónico, a los tiempos de
D’Artagnan; “hola negro”, absolutamente improcedente. No sabe cómo llamarlo y
determina denominarlo como le salga sinceramente del corazón.





            Y
por la noche, aprovechará un ensueño de aventuras palaciegas para emitir una
crítica de estilo muy interesante destinada a los novelones románticos y de
aventuras que ahora inundan el mercado editorial, novelones hacia los que la
literatura de Daniel resulta igualmente alérgica, incompatible, fuera de lugar,
dada la aversión moyanesca por los lugares comunes que aquí se detallan,
presentes en todas ellas. Así Daniel ejemplariza esta horrenda costumbre
novelesca cuando habla de una noche oscura “como boca de lobo”; o la muerte por
balazo en la que el protagonista siempre “cae cuan largo era”.





            IV





            Iniciada
la ceremonia, los 400 escritores invitados conforman algo así como un banco de
peces (cardumen, término que repite Daniel con insistencia) por los brillos de
los trajes, oscuros pero baratos, bajo el fuerte sol que cae sobre el Palacio
de Oriente. Brillos fatuos de las vestimentas que denotan la triste situación
económica verdadera en la que se encuentran los escritores actuales pese a sus
muchas presunciones, fastos, certámenes y ferias, denunciando así
soterradamente el triunfo de un mercado editorial, donde ganan en realidad
dinero los intermediarios: agentes literarios, editores, distribuidores y
libreros, frente al verdadero artífice esforzado de un producto por el que sólo
recibe un insuficiente diez por ciento, sin derecho a cotizaciones sociales.
Por otra parte, Daniel nos indica también la ausencia de un hábito lector en
este país en el que abundan más, a su juicio, los escritores que los lectores.








            Acíbar
en el que ahonda más al referirnos cómo entran antes en Palacio el autor
galardonado y los más famosos, los que más salen en televisión, constituyendo
ésta la regla infalible para establecer una más que segura jerarquía que así
configura realmente la vida social de los escritores, nunca por criterios de
calidad artística, sino por esa popularidad mediática que logran los
intermediarios (agentes y editores) a fin de conseguir que sus escritores
vendan más, importando ahora lamentablemente en el mercado mucho más el
envoltorio que el producto.





            Pero
Daniel, cojeando ostensiblemente, al objeto de que no se escuchen en el
soberbio salón engalanado los crujidos de sus zapatos, denotando así, de manera
estentórea, su  clara condición de
“Ceniciento”, logra entrar definitivamente en el Salón del Trono, donde le
espera la familia real, mientras los camareros preparan el ágape oficial en el
salón de al lado.





V





            Llegado
el momento principal, las cámaras esperan y Daniel se acerca a las escritoras,
una de ellas “sonetista de cuidado” (no podemos aventurar de quien se trata),
definida así por un crítico de “humor ácido” (¿Jose Luis García Martín,
acaso?), mientras se libera de traumas y complejos descubriendo a otro
escritor, alto y rubio, vestido enteramente de colorado (¿un escritor
extravagante, especie de Luis Antonio de Villena, quizá?). Pero ella le
pregunta de qué país viene, al reconocerle el acento del Cono Sur, y esa
pregunta lo desconcierta. “De por ahí”, responde. Más tarde, Daniel se sube el
calcetín perdido entre sus zapatos siendo advertido esta torpe circunstancia por
el escritor colorado de “presencia estridente”, con lo que destaca así y de
forma evidente  a “otro” fuera de lugar
allí. Más tarde, con pleno dominio de la técnica cuentística, nos descubrirá el
misterio.





            Ante
el salón real, todos los escritores se muestran circunspectos, formando
pequeños grupos donde conversan en voz baja mostrando así respeto por el
entorno en el que se encuentran, pero al acercarse a uno de estos grupos Daniel
recibe un claro rechazo, siendo mirado con displicencia, por encima del hombro.
Mundo superficial y de fanfarrias este de la literatura que relega y margina
según unas reglas propias, que nada tienen que ver con la calidad y contenido
de la prosa de sus autores, sólo con unas jerarquías establecidas en virtud del
currículo y de las presencias mediáticas. Tal es así, que Daniel aboga por
desleer a quiénes tratan a los demás autores con desprecio.





            Aburridos
hasta el desfile del besamanos para saludar al Rey, a la Reina y a las dos
Infantas, todo estaba arreglado para el apretón de manos a todos ellos, sin
palabras y con el tiempo justo (siete segundos) para la foto. La reverencia
sólo es apta para los que están ya entrenados.





VI





            A
partir de este episodio, Daniel contará con la ayuda de Manuel Andujar
(1913-1994), importante escritor español con el que Daniel intimará y se
identificará, dada también su condición de exiliado de la Guerra Civil, en
Francia y en México, hasta su regreso a España en 1967. Gran escritor olvidado,
y poco leído, que se presentará ante Daniel con campechanía, pidiendo que le
llame simplemente Manolo. Mediante el personaje de Manuel Andujar, especie de
Sancho Panza hispánico, Daniel encontrará un referente seguro en el resto de su
relato pues servirá de consejo a Daniel para las vicisitudes a cumplir en esta
quijotada del besamanos.





            Y
siete segundos para saludar al Rey y pedirle un deseo, menos tiempo del que
tarda en pasar una estrella fugaz aunque no por Madrid, ciudad víctima de la
contaminación. Estrellas que Daniel adoraba observar, dejando transcurrir el
tiempo, porque servían para rememorarle esa provincia de La Rioja argentina
donde vivían antes del exilio. De hecho, uno de los mejores regalos que
pudieron otorgarle finalmente sus amigos asturianos, muy poco antes de su
muerte, fue llevarlo a una casa de campo para poder así contemplar, a gusto,
una noche de San Lorenzo, plena de estrellas, cuando Daniel se sintió feliz.





            Ante
el monarca, Daniel escoge un único deseo: el derrocamiento de Augusto Pinochet
del gobierno de Chile, dictador que no moriría hasta el año 2006 sin ser
juzgado por sus crímenes contra la humanidad, y que no sería derrocado hasta
1990, dos años después de los hechos aquí narrados. Ahora bien, en la novela
corta o relato largo propiamente dicho, texto de 1992, esta circunstancia no
fue alterada por Daniel, pese a que ya se había consumado la caída del general
chileno. El motivo fue que le dio pie para introducir, a la manera de las
muñecas rusas o cajas chinas, una pequeña historia donde el Rey Constitucional,
de estirpe inmemorial, acaba fulminantemente con el Dictador Latinoamericano,
asimismo de rancio linaje. ¿De qué manera?





            Daniel
Moyano, en sus talleres literarios, recalcaba generosamente a los estudiantes
pequeños trucos del oficio, uno de los cuales estaba encaminado a aclararles cómo
salir de los bloqueos creativos en el desarrollo de una narración en marcha.
Este consejo, tras algunos años de práctica, pronto se me reveló infalible: “Si
en medio de  un cuento o novela te
bloqueas, decía Daniel, has de leerte cuidadosamente los tres primeros párrafos
(cuento) o el primer capítulo (novela) para descubrir qué elemento inicial has
dejado en el aire y no has desarrollado”.





            Procedimiento
que empleará aquí, en esta pequeña narración, cuando utilice ese final del
primer capítulo que quedó descolgado: el coche del cartero real transformado en
Carabela, imagen clave, nexo que nos unió un día y que podría enviarse desde la
actual España democrática hacia la América de las Dictaduras, para acabar
definitivamente con aquélla. Por supuesto, es Juan Carlos I quien da la orden,
un simple “vale”, y hacia Chile parten otra vez las Tres Carabelas, cruzando
esta vez el Estrecho de Magallanes y apuntando “con seis cañones por banda”,
como en el famoso poema de Espronceda, a la Casa de la Moneda de Santiago de
Chile.





            De
esta manera Daniel recreará literariamente aquella otra historia real que
conocemos de la muerte de Salvador Allende, esta vez en las propias carnes de
Augusto Pinochet, asesino del primero. Pues el odiado General no verá venir
carabelas, lo que ve acercarse a él, con notable pavor por su parte, es el
barco fantasma que las acompaña: el Caleuche, antigua nave mítica, del folclore
chileno, tripulada por los espíritus de los navegantes ahogados. Un Caleuche
que se yergue majestuoso, reconvertidos esos espíritus en brujos cojos de la
pierna izquierda (antiguas víctimas de la represión pinochetista, sin duda),
que acompañan a las antiguas carabelas con el fin de restablecer la justicia
debida. 





            Naves
fantasiosas de otra época, ante las que nada podrían hacer las reconvenciones
internacionales (protesta diplomática del gobierno chileno ante la Corona de
España), ni mucho menos los proyectiles actuales, porque ya son humo,
procedentes de un tiempo muy pretérito, que avanzan inflexibles ante el
horrendo dictador que se degrada a sí mismo, se despoja de medallas, se rinde y
huye despavorido desterrado al desierto de Atacama. Observamos así que Daniel
opta por el triunfo de la Justicia, ya no por la ejecución física del Dictador
como entonces tantos deseaban.





            Mientras,
la cola de escritores avanza y se acerca más al Rey, nuestro autor cojea al
igual que los brujos del Caleuche, tratando de impedir en todo momento que le
delaten como Ceniciento los crujidos de sus zapatos. Pero también avanzan sus
soñadas Carabelas, ahora remontan el Paraná, río que a su vez arrastra otros
recuerdos de muerte. Así, un tigre, símbolo de la violencia, como refleja en su
novela sobre la tortura  “El vuelo del
tigre”, aparece flotando sobre una flor del irupé, planta acuática sobre la que
versa una antigua leyenda guaraní que atribuye su existencia a la muerte de una
hermosa doncella, Morotí, separada de su amante guerrero Pitá, y que se suicida
ahogándose en el río para así poder estar juntos eternamente. Sobre otra flor
del Irupé, flota una doncella de largos cabellos, esta misma Morotí. Mientras
que personajes del gran cuentista Horacio Quiroga (Salto, Uruguay 1878 – Buenos
Aires, 1937),  residente durante la mayor
parte de su vida en la provincia argentina de Corrientes, justo en esa zona que
ahora remontan las carabelas, pasan sobre canoas de guatambú (árbol
característico) que trasladan a los condenados de la dictadura argentina
devolviéndoles la vida al llegar a sus orillas. Al final, arrastrado por el
río, surge el mismísimo Alfredo Stroessner (1912-2006), también sin esa gorra y
chatarreras típicas de los milicos dictadores como Pinochet o Galtieri,
buscando sin conseguirlo alguna embajada donde poder refugiarse, como así
consiguiera en Brasil, país al que huyó tras ser derrocado en febrero de 1989,
tras su larga dictadura iniciada en 1954.





            Pero
en sólo siete segundos te saluda un Rey: los sueños de resurrección, justicia y
libertad duran poco, duran  sólo eso y se
desvanecen.





VII





            Siguiendo
la etiqueta, y agrupados de diez en diez, desfilan los escritores
ordenadamente, permitiendo Daniel que se coloque delante el misterioso escritor
vestido demoniacamente de colorado, el otro autor ajeno que se vuelve y le
habla mitad en inglés y mitad en mal castellano, denotando así en parte su
procedencia extraña, al que Daniel se negará a adelantar. Hará bien, pues muy
pronto Manuel Andújar le informará de la identidad del personaje: se trata nada
menos que del señor embajador de los Estados Unidos de América. Lo cual le
servirá para añadir otra amarga reflexión sobre el destino paupérrimo que se
cierne sobre la mayoría de los escritores, ¿acaso vendría a proponer para todos
ellos un nuevo Plan Marshall a fin de hacerlos ricos?





            Y
así, con ese claro Minotauro delante, es como Daniel consigue alcanzar el
intríngulis, el centro, motivo y contenido verdadero de esta crónica o relación
de hechos. Pues, ¿qué hacen todos esos míseros escritores ahí, tan cerca del
poder?  Los continuadores de ese Miguel
de Cervantes quien disfrutó en vida de popularidad y condujo al castellano
hasta cotas de calidad nunca alcanzadas, pero jamás gozó de crédito holgado, no
pudo dedicarse por entero a la escritura, fue encarcelado por deudas, nunca
tendría el peculio suficiente para poder adquirir un traje oscuro, nuevo y
reluciente, con el que poder saludar ahora al Monarca.





Como es lógico,
los Estados Unidos de América, en la figura de ese curioso embajador, saludan
primero al Monarca departiendo con él no los siete segundos establecidos, sino
cinco minutos largos que le parecerían a Daniel a la espera de que llegara su
turno, mientras contemplaba una vidriera sobre el tema del Descubrimiento en la
que destaca un mono. Tiempo de sobra que emplearía el embajador (fantasía) para
avisar al Monarca de que tuviera cuidado con los subversivos que le sucederían
en la cola, que nada de acabar con las dictaduras del Cono Sur mediante
carabelas, en una clara denuncia que efectúa Daniel Moyano de la connivencia de
la CIA con aquellos desmanes, cuestión sobre la que ya habían reflexionado los
propios norteamericanos en el film “Missing” (1982).





Finalmente,
nuestro autor con un sincero “hola, majestad, el gusto es mío” tal como nos
expresó que haría en el capítulo tercero.





VIII





            Dentro
de la nómina de escritores que acuden al Cervantes, Daniel sólo nos personaliza
o destaca a tres, todos españoles, de mayor edad que la suya y todos bien
conocedores de las pérdidas que conlleva el exilio: Manuel Andújar (1913-1994),
Rosa Chacel (1898-1994) y Francisco Ayala (1906-2009). Escritores de prestigio
crítico indudable, maestros de muchos, poco conocidos y aún menos leídos, salvo
Francisco Ayala al final de sus días, quizá por tratarse de un veterano
superviviente centenario de una época convulsa que conservó hasta el último
momento su raciocinio sano. Con ello, lo que efectúa Daniel es el trazo
evidente de una línea ética y estética entre los escritores que allí concurren,
poniéndose al lado del ejemplo moral que nos transmiten estos tres grandes
escritores modestos de las letras hispanas.





            Concretamente
en este capítulo se centra en Francisco Ayala, exiliado en el país natal de
Daniel, Argentina, del que nos destaca uno de sus mejores cuentos, “El
hechizado”, donde su personaje el Indio González Lobo, en aquel relato, cruza
la mirada dando la mano al Rey de España (fantasía), mientras en la realidad el
genial cuentista granadino da la mano al Rey cruzando la mirada con el mono de
la vidriera que, según Daniel, pareció moverse. ¿Qué piensan y sienten los
indígenas ante nuestra mirada?, ¿acaso los vemos o tratamos como monos? Pero
Moyano no entra en este debate, sólo lo sugiere muy atinadamente.





            IX





            Este
capítulo, el más largo de todos, constituirá un auténtico Descenso a los
Infiernos en esta Divina Comedia Palaciega. Pues tras trasegar algún que otro whisky,
Daniel avanza por los pasillos pensando en los grandes escritores, los
fantasmas de los sencillos Pacos, Juanes o Manolos que blasonaron nuestra
lengua por el mundo y que en ese día conmemorativo allí deberían encontrarse.
Tras pasillos, muros y escaleras, Daniel desciende niveles en uno de sus
motivos literarios favoritos, clave en los cuentos fantásticos: la superación
de las barreras espacio-temporales, tras superar la prueba de iniciación o
dificultad que se impone siempre en estos trances. En este caso, se abatirán
sobre él unas lechuzas, que en los cuentos de su infancia servían para
aterrorizar a los pequeños, haciéndoles creer que por las noches se los
llevaban.





            Aunque
tras superar sus miedos, pronto escuchará ruido de conversaciones y de música,
su otra profesión, interpretada por instrumentos de época, propios de la Edad
Media tardía o mejor aún, de la época de Cervantes: guzlas, tiorbas y zampoñas,
con los que se interpretaba una especie de salsa americana. Las rimas
consonantes contra las que clamaba Francisco de Quevedo le llevará entonces a
formular la contraseña “fruta”, respondida por un “puta” de evidente tono
carnavalesco. A “embudo” le replicarán “cornudo”, y a “perspicuo”, “conspicuo”.
Pequeño güiño al lector que quizá guarde relación con los curiosos gritos
mañaneros que una Ava Gardner alcoholizada regalaba a su vecino el General Juan
Domingo Perón, refugiado en Madrid. Pues ésta, ante los insoportables ladridos
de los muchos canes del vecino que la despertaban siempre tras sus noches de
farras, respondía siempre con una rima similar, singular y atinada: “Perón,
cabrón”.





            X





            Como
la realidad ha sido ya trascendida por completo, Daniel tiene ganas de regresar
a ella, pero da pasos en dirección contraria, hacia la fantasía, hasta toparse
nada menos que con don Miguel de Cervantes, que allí le espera vestido para la
ocasión. Es decir, no con atavíos de época, sino con pantalón y camisas
deslucidas, desgastadas, descoloridas.





            Un
Cervantes desconcertado que descubre atónito, gracias a las lacónicas
informaciones que le transmite Daniel, que es leído en todo el planeta gracias
al Quijote y no a sus excelsos “Trabajos de Persiles y Segismunda”, noticia que
recibe con esa sonrisa radiante y divertida que siempre imaginamos al leer su
maravillosa novela, pero nunca fue recogida en los solemnes retratos que del
mayor escritor de las letras hispánicas nos ha llegado.





            Y
el broche final será cerrado así con gracia exquisita: Cervantes no está arriba
en palacio, departiendo con su Majestad, como le correspondería, porque como ya
nos podíamos imaginar, avisados de su paupérrima condición de escritor muchos
capítulos antes, ni siquiera tiene dinero suficiente para comprarse el traje
oscuro requerido.





3. Conclusión.





            El magisterio
indudable de esta pieza inédita, narrada con un tono periodístico e informal,
pero haciendo eficaz empleo de un vasto vocabulario que ya quisieran para sí
muchos novelistas actuales, y de una soberbia técnica cuentística donde todos
los elementos están perfectamente relacionados, nos sitúa aquí y ahora ante un
dilema ético. Pues esta España triunfante, que ostensiblemente gallea ante el
resto de Europa sus más de 60.000 títulos publicados cada año, no se ha dignado
añadir aún a su catálogo este texto único. ¿Quizá porque el culto autor que la
compuso lleva dieciocho años muerto y no puede por ello pasearla, blasonarla y
defenderla por los confines de la Península, como así hacen tantos autores con
obras mediocres? ¿Qué leemos, qué nos venden ahora?, ¿Autores, mitos, fotos,
poses, imágenes triunfales? ¿Son las palabras sinceras de un libro en el que
encontrar repuestas lo que queremos o lucir en nuestros estantes y ante los
amigos el nombre de un autor conocido, famoso y aclamado? ¿Constituye la
literatura tan sólo un divertido mundo de apariencias creadas por ilusionistas
de las palabras o es algo más, puede trascender la realidad para que logramos
ver sus aspectos ocultos?





            La literatura no
es esta fantasmada, viene a decirnos Daniel Moyano con esta crónica, en modo
alguno es literatura la ostentosa y deslumbrante ceremonia de premios y
agasajos que se desarrolla arriba, en Palacio, sino la que solitarios e íntimamente
descubrimos cuando osamos descender, humildes y temerosos, a sus sótanos, donde
nos aguarda nada menos que un Miguel de Cervantes quien nunca logró tocarnos con
su cortesano, exquisito y solemne Persiles,sino con el humilde, honesto y cálido Quijote.





            Es
por ello que lectores y escritores, de aquí y de ahora, sólo debemos seguir su
rastro.


           





           


 


           





           


           





           











           





           





           


           


           


           


           





           


           



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